De la historia a la literatura
Por
Abraham Gorostieta.
Se puede estar
de acuerdo con él o no, lo que no se puede regatear es que el doctor Aguilar
Camín es un intelectual notable. Sus ideas, ya sean habladas en diplomados o
platicas, escritas en revistas o diarios, o dibujadas en libros, generan
pasiones. No hay matices. Congregante de talentos académicos, literarios y
plásticos, gusta poner sobre la mesa los grandes temas nacionales a debate.
Director de la revista Nexos durante
24 años –de 1982 a 1996 y 2005 a 2015-, concede una entrevista en su oficina.
El
doctor Aguilar Camín es alto, de voz ronca y sonrisa dibujada –al lápiz,
pareciera- siempre en el rostro. Su abuelo materno, don Manuel Camín, fue un
asturiano que se vino con su esposa doña Josefa García a probar suerte en
América. Llegaron a Cuba en 1914, dónde nacieron Emma y Luisa, madre y tía,
respectivamente. Migraron a México y se estacionaron en Chetumal. Su última
novela versa sobre su propio pasado.
El
escritor Carlos Fuentes decía que Milan Kundera “ha propuesto a la novela como
el sitio de referencia para presentar al ser humano como problema”, a propósito
del escritor de origen checo quien decía que “todo hombre o personaje esta
cifrado en unas cuantas palabras básicas alrededor de las cuales gira su vida”,
preguntamos a don Héctor tres: Madre, infancia, terruño. Su oficina pronto se
inunda de olor a café. La charla, desde el arranque, arranca:
“No
me gusta la palabra terruño, explica el doctor Aguilar Camín. Cuando el
lugareño crece o se muda temprano a la ciudad, como fue mi caso, a los nueve
años, la tierra natal empieza a verse chica. Entonces aparece la palabra
terruño. Tiene un toque entre avergonzado y condescendiente. Luego el terruño
crece. Entre más años pasan, más grande es el terruño dentro de nosotros. El historiador de los terruños mexicanos,
Luis González, bautizó la historia que se ocupa de ellos como historia matria:
la historia del lado de la madre, del origen. Es la historia opuesta de la
historia patria, la que crece del lado del padre, del pleito con el mundo y su
conquista. Todos debemos de salir al mundo con la espada del padre, pero todos
terminamos, como Ulises, tratando de volver al terruño después de la guerra.
Descubrimos entonces que el terruño no es un lugar físico, sino un lugar del
alma, de la memoria: el lugar de la infancia y la madre”.
Su
oficina tiene un par de amplios libreros, una mirada minuciosa permite leer
títulos que simplemente se antojan. Los únicos lugares dónde uno realmente toma
conciencia de que se es pobre son en las librerías. Entonces la siguiente
palabra se asoma: libros (su obra hecha). El doctor Aguilar está cómodo en su
sillón negro de piel. Piensa por un momento y responde: “No veo mi obra. Veo
libros que fueron saliéndome al paso. No pretendo que se estudien, me basta con
que se lean. Y no todos; éste libro o aquel, o algún pasaje. Si fuera poeta me
conformaría con haber escrito una línea memorable. Me han propuesto hacer una
antología personal de lo que he escrito pero mientras más pienso en ella más
recuerdo la anécdota de aquel político que le llevó su discurso al presidente
Ruiz Cortines para que le diera su opinión. El presidente le preguntó si podía
poner aquel discurso, que tenía seis hojas, en dos. ‘Desde luego’. ‘¿Y en una?’.
‘También’. ‘¿Y en un párrafo?’. ‘Forzándolo mucho señor presidente’. ‘No lo
fuerce’, contestó Ruiz Cortines. ‘Suprima también el párrafo. Haga solo un
saludo, de ser posible con la mano, y quedara usted muy bien’”, el escritor se
sonríe, un poco para sus adentros.
Salta
otra palabra, como liebre y se pone ante la vista del historiador: Generación.
“No
sé cual es mi lugar en mi generación sólo voy con ella, cada vez más rápido y
al mismo lugar. Me siento cada vez más parte de mi generación, más hijo de
ella. Es la generación del 68. Me identifico menos con la tragedia de aquel año
que con lo que vino después, a saber: la demolición de la herencia de la
Revolución Mexicana, la transición a la democracia, el fin del nacionalismo
revolucionario. Si algo da coherencia a los afanes colectivos de mi generación,
desde la izquierda y desde la derecha, en las costumbres y en la política, en
las emociones y en las ideas, es la pasión de sacudir la historia heredada,
desafiar la hegemonía del PRI, terminar con el monologo oficial y la
autocomplacencia política”. Suena el teléfono de su oficina, toma la llamada.
La luz del sol que entra por su amplio ventanal le pega de frente. Momento para
una fotografía.
El
Historiador
Escribió Octavio
Paz que Alfonso Reyes no era sólo un escritor sino una literatura. Escribió
Enrique Krauze que don Luis González y González no era un historiador sino una
historiografía. Hay mucho de cierto en esa afirmación. Don Luis, Luisito, no
agotó el oficio de historiar en la escritura de libros. Alumno de los
transterrados españoles como Gaos, Iglesia, Miranda, de los mexicanos Zavala,
O’Gorman y de los franceses como Febvre, Bataillon, Chevalier, don Luis fue
maestro de generaciones de historiadores en México. Miembro activo de El
Colegio de México y fundador de El Colegio de Michoacán, su quehacer como
docente fue incansable. Su tratado Sobre el
oficio del historiador es lectura obligada para todo estudiante de Historia.
Esas tres últimas palabras son las que responde don Héctor Aguilar:
Estudié
Historia por razones alimenticias. Había la posibilidad de obtener una beca
para estudiar el doctorado en El Colegio de México. Habían abierto una
convocatoria al doctorado para gente que nunca hubiese estudiado historia. Así
llegamos a aquella generación de El Colegio gente que antes había estudiado
contabilidad (Estela Zavala), economía (Álvaro López Miramontes), ingeniería
(Enrique Krauze), teología (Primitivo Rodríguez) y comunicación (yo mismo). El
colegio de México estaba entonces en la calle de Guanajuato, junto a la Plaza
Ajusco, en la colonia Roma. Yo vivía a sólo unas calles, frente al Parque
México en la colonia Condesa. La beca del Colegio de México alcanzaba para lo
básico, que entonces incluía una botella de ron cuando acababa la semana.
Desde entonces,
don Héctor ha combinado tres oficios: Historiador, escritor, periodista. “He escrito un solo libro como historiador
profesional, La frontera nómada. Sonora y
la Revolución mexicana, y muchos ensayos de historiador diletante”,
confiesa el autor del libro Morir en el Golfo. “Quizá reúna los ensayos en un
volumen. Quizá no. He vuelto a leer La
frontera nómada para una reedición. Compruebo que no hay nada tan poderoso
y fresco como la materia histórica que viene de los archivos, eso que los
historiadores llaman fuentes primarias. Lo demás es filosofía o diletancia.
Luego de La frontera nómada yo he sido mas un diletante de la historia que un
historiador”, dice y sorbe su café.
Es
común que durante la escritura de un libro, el escritor se deje acompañar por
otros pares, que, a través de la lectura de sus obras, se reafirmen o rechacen,
se rehagan las ideas. Así ocurrió cuando don Héctor elaboraba su última novela
sobre su pasado familiar. Edward Gibbon, considerado como el primer historiador
moderno, acompañó sus noches de desvelos. De igual forma Lucas Alamán, que
además de historiador fue naturalista, escritor, político y hombre de negocios.
El
doctor Aguilar Camín exterioriza:
Recientemente,
otra vez, a Luis González y González, mi maestro en El Colegio de México. He
llegado a la conclusión de que es el mejor historiador que ha tenido México,
porque es el que ha cubierto todas las épocas y el que mejor ha escrito. He
gozado a Braudel, a O’Gorman, a Cosío Villegas, a John Womack, a Jean Meyer, a
Friedrich Katz, a Enrique Florescano, al Octavio Paz de Sor Juana o las trampas
de la fe y al Carlos Fuentes de El espejo enterrado. También a otro no
historiador, sino sociólogo, Fernando Escalante Gonzalbo, autor de un libro
histórico: Ciudadanos imaginarios. En
la colindancia generacional con Escalante, Mauricio Tenorio, lo que Cortázar
llamaría un cronopio de la disciplina histórica. Mi última adicción es Claudio
Lomnitz, un antropólogo que ha escrito una recreación total de la vida de los
hermanos Flores Magón. Antes de Lomnitz, Antonio García León, que hizo con el
Golfo de Veracruz lo que Braduel con el Mediterráneo.
De joven fue un
lector de Carlos Marx y Engels. Mas no fue seducido por los postulados del
marxismo, sin embargo reconoce: “Marx es un gigantesco escritor. Lo mismo
Freud. Me he perdido a Pierre Villar y he rechazado a Althousser en todos los
órdenes intelectuales, en el del conocimiento y en el del lenguaje, pero no en
el de su tragedia personal: despertó de un trance psiquiátrico una mañana y
había ahorcado a su mujer. Su relato de ese momento me estremeció, me
reconcilió con su vida, no con su obra”.
Alumno también de ese otro gigante
de la docencia historiográfica: don Miguel León Portilla, quien lo introdujo al
mundo de la historia prehispánica en el Colegio de México. El doctor León
Portilla es un historiador querido por todos. No importa si es un aula o la
plaza de un mercado o parque, donde don Miguel imparta cátedra siempre se
abarrota. Puede ser que el gusto por la Historia y la docencia lo haya heredado
de su tío, don Manuel Gamio, padre de la Antropología mexicana o también, de su
otro tío, don Manuel Gutiérrez Nájera, iniciador del movimiento modernista en
México. Aguilar Camín extrae de su memoria el siguiente recuerdo:
Una
clase suya fue memorable para mí. Nos presentó la figura de Tlacaelel, el poder
tras el trono azteca, y describió la forma en que Tlacaelel dispuso que los
notables mexicas eligieran al Tlatoani, la forma secreta pero negociada en que
los tlatoanis eran elegidos. Mientras León Portilla describía los ritos de la
sucesión azteca, uno iba escuchando en parte los ritos del PRI de aquella época
(1970). Fue una clase de historia viva.
La
Cristiada –escribió Christopher Domínguez Michael- es de
aquellas obras que aparecen muy ocasionalmente en la historia de la historia y
se convierten en episodios, casi milagrosos, de restitución. Jean Meyer, el
autor de la obra y alumno –también- de don Luis González, registró el origen,
el fragor y las consecuencias de una guerra civil que duró 7 años y que costó
la vida de 250 mil personas. Jean Meyer, Juanito, como le dicen sus amigos,
entre ellos el doctor Aguilar Camín, ha sido fiel y congruente, a través de sus
libros, a sus maestros: el trascendental Fernand Braudel, el incansable Pierre
Chaunu, el coleccionista de historias matrias, don Luis González y el cronista
de las cruzadas Steven Runciman. El autor de La guerra de Galio rememora:
Yo
empecé a dudar de la versión liberal jacobina de la historia de México, después
de leer La Cristiada de Jean Meyer.
Particularmente, luego de escuchar, de un gran intelectual universitario, que
la impresionante reconstrucción de Meyer de aquella guerra civil, una guerra
civil no reconocida de nuestra historia, era fruto de una visión clerical. Las
anteojeras jacobinas nos impedían ver el enorme hecho político, militar y
religioso de La Cristiada. Jean Meyer
lo hizo visible, al menos para mí, y con eso hizo visible otra verdad como un
muro, que liberales y jacobinos ignoran con ceguera clerical: la catolicidad
histórica del pueblo de México.
Friedrich Katz
fue un imprescindible del estudio de la Historia en México. Llega a nuestro país
debido a la persecución hacia los judíos europeos cuando tenía 13 años de edad,
su padre, Lieb Katz fue un periodista y escritor comunista austriaco. El doctor
Lieb, opositor socialista a la Primera Guerra Mundial, manifestante activo en
la gran huelga general de Viena en 1918 cambió su nombre al de Leo. Perseguido
por los nazis huyó a Francia. Militante activo, ayudó a la República Española
introduciendo armas. En 1938 es expulsado de ese país y llega a Estados Unidos
donde le fue negada la residencia y la familia se traslada a México donde la
administración de Lázaro Cárdenas les da asilo. La formación del niño Katz
radica en los constantes exilios, el comunismo, el judaísmo, el aprendizaje de
nuevas historias y distintos lenguajes.
Antropólogo
e historiador, Friedrich Katz se cultivó en distintas universidades. A finales
de los 40 regresa a Austria, donde vivían sus padres. Se doctoró y se afilia al
partido comunista. Vive 20 años allá, en Austria, Alemania Democrática y
Francia. La experiencia de la vida lo convence de que el socialismo no era una
realidad en la Europa Oriental. En 1968 criticó la invasión soviética a
Checoslovaquia. Promotor del socialismo con rostro humano, siguió la huella de
Ernest Fischer.
De
regreso al continente americano en 1970, Katz escribe una serie de ensayos y
libros; obra fundamental para entender el pasado de México. Amigo cercano de
Katz fue el doctor Aguilar Camín. Nostálgico recuerda una anécdota con él:
Con
motivo de una reunión de historiadores en la Universidad de Chicago, donde
Friderich Katz era profesor celebérrimo, el historiador, que también era un
hombre sencillo y hospitalario, fue a recogerme al aeropuerto en su coche. En
el camino de regreso a la universidad equivocó una salida del freeway y fue a
dar al corazón del guetto negro de Chicago, que colinda con la Universidad.
Naturalmente, Katz desconocía las calles del guetto y, de pronto, estaba
perdido. Yo entendí lo que era la verdadera tensión racial, y su proximidad con
la violencia, en el nerviosismo de Katz. No hacía lo lógico como chofer
extraviado: detenerse y preguntar. Daba vueltas buscando la salida por ensayo y
error. Las miradas que recibíamos de los grupos de hombres y muchachos del
guetto cuando pasábamos en el automóvil frente a ellos no invitaba precisamente
a detenerse. Algunos saltaban a la calle cuando pasábamos para increparnos,
supongo que por el hecho intolerable de que estuviéramos hollando su
territorio. Nunca he tenido tanto miedo a bordo de un coche.
Durante el
recuento de sus memorias con La Historia, tres palabras se asomaron constantemente:
Historia, biografía, libros. Pronto, don Héctor da tres respuestas: “Creo que
era Karl Kraus el que decía: ‘La Historia es el arte de dar sentido a lo que no
tiene sentido’. Los biógrafos suelen ser verdugos vestidos de aliados. Los
libros son el único lugar donde puede conversarse largamente con los muertos”.
El
periodista
Desde muy joven
era un personaje muy reconocido. En la década de los ochenta, don Manuel
Becerra Acosta, director y fundador del periódico Unomásuno, cuando hablaba del historiador Aguilar Camín, se refería
al “exégeta”. Lo hacia con el ánimo de reconocerlo como el mejor interprete de
la política mexicana. El también periodista nos narra: “Manuel Becerra Acosta
vive en una estela nostálgica y amistosa de mi memoria, pese a que terminamos
en un pleito cerval. Tengo nostalgias de aquellos años, en particular del año
1978 que fue el de mi inmersión en el Unomásuno,
el diario que Becerra fundó. Este año, 1978, es un año clave para mí. Es el año
en que conocí el diarismo. El año en que conocí y empecé a vivir con Ángeles
Mastretta, el año en que empezó a circular la revista Nexos”.
Héctor
Aguilar Camín se define como un “socialista liberal”, a la “manera de Manuel
Azaña, ‘socialista a fuerza de liberal’”. Otra palabra se asoma y es, Prensa:
“creo muy importante el papel de la prensa, citando a Alexis de Tocqueville
‘mas por los males que evita que por los bienes que procura’. No sé de mejor
consigna para una prensa libre que la que le oí una vez a Juan Luis Cebrián,
fundador de El País. Los diarios,
dijo, deben ser dogmáticos con los hechos y liberales con las opiniones”. Se
detiene un poco y contextualiza: “creo que no hay que respetar las opiniones,
sino a las personas, y a los hechos. Es sospechosa la prensa que insulta y
calla sus fuentes”.
El
historiador va por su segunda taza de café, un espresso, cortado. Tiene tres
palabras más sobre la mesa que después de un sorbo las toma y abunda en el
significado que él les da: Vida, obra, muerte. “Sobre la vida, me parece buena
la pregunta de Paz: “la vida, ¿Cuándo fue de veras nuestra? Sobre la obra,
esto, de Renato Leduc: ‘No haremos obra perdurable, no tenemos, de la mosca, la
voluntad tenaz’. Sobre la muerte, la arenga de José Gorostiza: ‘Anda, putilla
del rubor helado; vámonos al diablo’.”
Una
generación que se va apagando, es la suya. Los años pasan y los escritores
mueren. El tema de la muerte, la muerte propia es algo que “ocupa mi mente
todos los días”, confiesa don Héctor. Otro sorbo a su café y abunda:
Mi
maestro Luis González decía que el arco del reconocimiento póstumo tiene
veinticinco años. Al morir los autores vigentes en su tiempo, luego de los
elogios fúnebres, desaparecen de la atención de sus contemporáneos o disminuyen
radicalmente su presencia. El tiempo pasa y sí, pasados veinticinco años, sus
obras no regresan a la atención de las nuevas generaciones, entonces la
inmortalidad de ese autor es el olvido. Pero si algo sucede y regresan, si sus
obras conectan con la sensibilidad de las generaciones que el autor no conoció
en vida, entonces lo probable es que su inmortalidad sea un poco más larga y se
propague en las generaciones siguientes. Son muy pocos los que saltan el foso
del tiempo.
Su sonrisa se
hace presente, delgada y perene línea sobre su rostro. Explica: “Las creencias
no son para siempre, quién no ha cambiado de creencias en su vida, no ha dejado
que la vida entre en él”. La taza de café sobre su plato. El plato y la taza
sostenido por don Héctor. Sentado sobre su sillón, enfundado en su chamarra
color tabaco, parece una estampa de Hemingway. “Las percepciones cambian mucho
con la edad, pero el cambio mayor se da cuando uno entiende que tienes más
pasado que futuro”.
Como
si las palabras tuviesen voluntad propia, se asoman y al simple contacto,
saltan: La vejez:
Envejecer,
en el fondo no es mas que una forma de irse poniendo triste. Añadiría que
ponerse triste es una manera tímida de invocar a la muerte. Freud, que fue un
gran escritor, dijo que en nuestro interior luchan Eros y Tánatos. Eros es el
instinto de vida (“pulsión de vida”, traducía mi amigo José María Pérez Gay); Tánatos,
el instinto de muerte. Ambos están en nosotros, combaten dentro de nosotros, en
los individuos y en las sociedades. La muerte no viene de fuera, viene de
adentro, del interior de los individuos y de las sociedades, que la desean. Su
sentimiento anticipatorio es la tristeza, la melancolía. Nostalgia de la
muerte, decía Xavier Villaurrutia. El hecho es que algo profundo dentro de
nosotros quiere la muerte, la busca, y, como se ve, la encuentra siempre. Es el
tema subterráneo de mi novela Un soplo en el río, la historia de una pareja
unida oscuramente por la pulsión de la muerte.
Entonces no hay
remedio. Con el avance férreo de la edad, los recuerdos nos invaden, las
añoranzas nos envuelven, nos llenamos de anécdotas y al final nos morimos de
tristeza. Don Héctor no esta del todo de acuerdo con esta percepción. Frunce un
poco el ceño y explica: “Morimos tristes pero no de tristeza. El envejecimiento
es una enfermedad aparte. Se lleva todo, inmisericordiamente. Seca nuestro
cuerpo y nuestra mente. Borra, deforma, evapora, es una enfermedad sin cura ni
regreso. Bette Davies dijo: ‘Growing old is not for sissies (Envejecer
no es para miedosos)’. Pero todos somos miedosos ante la vejez
y la muerte”.
Con
la mirada perdida en sus adentros el periodista revela: “Me entristece dormir
poco. Y pensar en Bette Davies”.
El
escritor
Dice Rafael
Pérez Gay que Pasado Pendiente es un
libro que inaugura un género: La historia conversada. El autor del libro
agradece la referencia y con su sonrisa dibujada aclara: “Una de las grandes
novelas cortas de Tolstoi, La sonata a Kreutzer, es una historia conversada, es
decir, una historia que alguien cuenta durante una conversación con otro. Yo lo
que hice fue usar ese mecanismo de las historias conversadas para dar salida a
cosas que me habían sucedido, como si dijéramos, a medias, y que requerían, por
decir así, una terminación. Si estuviéramos hablando de albañilería, diríamos
que esas historias les faltaba el acabado, estaban en obra negra. Las nociones
de albañilería, obra negra y acabado le quedan bien al proceso de escribir
ficción. Escribir ficción es como construir una casa invisible, una casa de
palabras con las propias manos. Flaubert era un albañil talentoso que se
martirizaba con la imperfección de sus acabados”.
En
la obra del escritor hay un hilo conductor en todos sus personajes; ¿qué tan
libre es uno para elegir la vida que uno quiere y desea y cuantas veces uno se
pone obstáculos para impedir ese destino? El escritor guarda un silencio
momentáneo, junta sus manos y dice:
No
creo en el destino como fatalidad, pero si creo que elegimos oscuramente lo que
ha de pasarnos. Somos cómplices de nuestro destino, cualquiera que este sea.
Este es un tema favorito para mí. Esta en la raíz de la imaginación
novelística. O al menos de la imaginación novelística que me interesa. No me
interesan las tramas que se resuelven al margen de las emociones de los
personajes, por factores externos a ellas. Digamos, mediante muertes
accidentales o enfermedades súbitas. A mi me gustan las novelas cuyo desenlace
sale de la conducta de los personajes, de sus emociones, de la relación entre
la conducta y las emociones, y de estas con su entorno. Madame Bovary no sólo
se suicida, teje paso a paso la red para la que no encontrará después otra
salida que quitarse la vida. Esta es la esencia de la imaginación novelística:
cada personaje resulta de alguna manera cómplice de los que sucede, todos son
reos de sus actos, responsables de su destino.
La vida es
corta, pero bien alcanza para hacer todo. Si ese todo excluye las
autobiografías:
No
me interesa escribir mis memorias. No, me atrae la idea de recordar historias
que podrían volverse novelas o relatos. De mi paso por el diario Unomásuno recuerdo, por ejemplo, a un
exiliado guatemalteco. Escribía los editoriales internacionales del diario, sin
firma, con el tema que yo le pedía. Era mi trabajo encargar y corregir los
editoriales de la casa, los no firmados. Este hombre acepta sin chistar los
temas y las ideas que yo le daba. Traía luego un texto con lo que él pensaba,
normalmente distinto y mejor, de lo que yo sugería. Se llamaba José Manuel
Fortuny. No supe bien quien era sino el año pasado en que leí la historia de
Piero Gleijeses sobre el golpe de estado contra el gobierno de Jacobo Arbenz,
en Guatemala, en 1954. Fue el primer golpe de estado inducido por la CIA en
América Latina. Un golpe contra los comunistas que, según la CIA, eran dueños
del gobierno de Arbenz. Fortuny era el secretario del Partido Comunista de
Guatemala en ese tiempo y el amigo mas cercano y, el asesor más escuchado de
Arbenz. Un hijo mayor, con toda la barba, de la historia centroamericana.
Bueno, quisiera echar atrás el tiempo y ponerme a conversar con Fortuny,
escribir con su relato una historia conversada. Preguntarle si conoció a otro
exiliado guatemalteco. Era un militar que había desertado del ejército para
hacerse guerrillero. Vivió un tiempo como huésped en mi casa de la colonia
Condesa, esperando el momento de regresar. Mi hermano, Luis Miguel hizo una
gran semblanza de él. Años después vino su esposa a contar que lo habían
matado. Como se ve, dos historias sin acabar.
Ahí están,
saludando, dos palabras más que se introducen, como si fuesen un par de amigos
que se agregan a una charla: el amor y la amistad. El escritor, nuevamente,
dibujada su sonrisa en una sola línea expresa: “El amor es Ángeles. Vivir con
Ángeles Mastretta es la mejor cosa que me ha pasado en la vida. Y me pasa todos
los días. La amistad es el amor sin erotismo. También es lo que dice el
filósofo español George Santayana: ‘La unión de una parte de la mente de
alguien con una parte de la mente de otro. La gente es amiga por segmentos’”.
Dice
Cicerón que “la vida de los muertos esta en la memoria de los vivos”. El
historiador Aguilar Camín –uno de los cercanísimos amigos de Carlos
Fuentes- ha cultivado en su memoria la
vida del escritor mexicano. Para él, Carlos Fuentes “es, la encarnación de una
época que se esta yendo con él. El mayor escritor de México y uno de los
mayores de la lengua española. El último de éstos grandes intelectuales como
‘al estilo’ de Víctor Hugo que tenían credibilidad para hablar a nombre de una
sociedad, para conmoverla, para establecer puntos de referencia de la opinión
pública. Ésta es parte de la época que se fue con Carlos Fuentes”. Y pronto
traza una anécdota:
A
los veinte años Carlos Fuentes era un joven suelto y reventado. Descubría la
ciudad de México y sus placeres. Pasaba los días en dispendios, durmiendo de
día y viviendo de noche. Su padre, diplomático serio, preocupado por su
primogénito, lo reconvenía una y otra vez, instándolo a terminar la carrera de
leyes, a conseguir un trabajo, a preparar su futuro. Una noche el joven fuentes
bajo arrastrándose de un taxi frente a a puerta de su casa, ante la mirada de
su padre. Al día siguiente fue citado a comparecer en el tribunal de su padre
quien le dijo “Qué lástima. Has terminado en fracaso”. Son las palabras menos
proféticas que un padre haya pronunciado sobre un hijo. Ni su padre ni Fuentes
lo sabían pero aquellos días sin huella, inaceptables para el padre, el hijo
recogía los materiales que vertería de forma torrencial en La región más transparente.
Cuenta el
historiador Aguilar Camín sobre la muerte de los grandes personajes: “Hay una
cita que me gusta pero ya no recuerdo de dónde la tome... ‘Los héroes de
la antigüedad pedían a los dioses una vida larga o corta pero una muerte
rápida’. Carlos Fuentes tuvo una muerte rápida pero una vida plena.
Otro
de sus grandes amigos fue el cronista Carlos Monsiváis, de él, el historiador
cuenta: “Monsiváis fue un escritor torrencial siendo por naturaleza un
aforista, y un hombre de una enorme vida secreta, siendo el más público o el
más visible de los escritores mexicanos. Fue un verdadero heterodoxo, un
escritor que se instaló precozmente en la corriente torrencial de la cultura
mexicana en ejercicio de su triple marginalidad: social, sexual y religiosa.
Hijo del oficio periodístico y de la imaginación literaria. Fue un genio
barroco en la piel de un cronista del cambio”. Y también nos regala una
anécdota:
Yo
conocí a una periodista llamada Ángeles Mastretta en una fiesta de cumpleaños
de Carlos Monsiváis, en el mes de febrero de 1978. Cinco meses después, en
julio, Ángeles y yo empezamos a vivir juntos. Y hasta ahora. La fiesta fue en
un departamento que Monsiváis tenía en la Zona Rosa, en una privada de la calle
Hamburgo. Hubo algo de fatalidad en el desenlace amoroso que tuvo el encuentro:
Ángeles y yo éramos los únicos heterosexuales del festejo.
Amigo muy
cercano también de don José Emilio Pacheco, el historiador explica: “Fue un
editor exigente y cuidadoso de si mismo. Al mismo tiempo un escritor torrencial
de colaboraciones periodísticas y el maestro involuntario de varias
generaciones de lectores que aprendieron en sus columnas de diarios y revistas
lo que es imposible aprender en el aula o en otros autores”. Y nuevamente,
concede una anécdota más:
Creo
que hay tres prolíficos autores llamados José Emilio Pacheco. Uno es el que ha
publicado en forma de cuidadosos, y revisados, libros. Otro es el que no ha
sido puesto en libros y esta esperando quien lo recoja en los periódicos,
revistas y suplementos dónde JEP publicó, inagotablemente, algunas de las
mejores cosas que escribió: crónicas, efemérides, historias. Registros
periodísticos que, en su caso, eran solo otra forma de la concisión y la
excelencia literaria. Creo que hay un tercer José Emilio, apabullante,
totalmente inédito, que esta por salir a la luz. Es el escritor de su diario.
Le dije alguna vez cuando iba a empezar a publicarlo, él, que había sido editor
excepcional del Diario de Federico Gamboa. Se lo dije como dando por descontado
el hecho de que escribía un diario. Me dijo que no tenía nada, que no había
escrito diarios. Le pregunte un día a su hija Laura Emilia: “¿De veras tu papá
no llevaba diarios?”. Se rio y corrió la mano frente a mi de un lado a otro
diciendo: “Paredes de diarios”.
Como escritor,
frecuenta sus propios autores consentidos, autores que guían su pluma, y de vez
en cuando le proporcionan un consejo, don Héctor manifiesta quiénes son “cada
vez los más austeros, los Chejov. Cada vez menos los abundantes, los Rabelais”.
Hay
veces que la escritura de un libro no es más que el terco deseo de corregir al
mundo para que se ajuste a nuestros anhelos.
El autor de La conspiración de la
fortuna, responde: “Es la obsesión de la literatura: añadir historias al
mundo, corregirlo, crear mundos ficticios a la medida de los deseos y las necesidades
del autor. Hay soberbia en pretender que se añade algo al mundo.
Individualmente esa pretensión no significa mucho, pero colectivamente es lo
que define a la especie humana. La especie humana es la única capaz de añadir a
la naturaleza cosas que no existen en ella: la rueda, la agricultura, El Quijote. Es imposible imaginar el
mundo sin El Quijote o sin la
agricultura, pero en realidad es que el mundo vivió siglos sin que esas cosas
se hubieran inventado y nadie las echaba de menos”.
En
una entrevista, don Héctor Aguilar Camín habló sobre una de sus “debilidades”
como escritor y era que adjetivaba de más. Incluso dijo: “los adjetivos son
cosas que como el alcohol, solo se deben ingerir en medidas adecuadas”. Al leer
esa confesión, salto a la cabeza aquella anécdota que sucede entre don Julio
Scherer y Gabriel García Márquez en dónde el segundo le dice al primero que “no
abuse de los adjetivos, porque alguien, a sus espaldas, los ira recogiendo y
algún día se los tirará en el rostro”. Don Héctor esta de acuerdo y agrega:
García
Márquez tiene razón en esto. Como en casi todo lo que dijo sobre la carpintería
del oficio literario. Los adjetivos son la gloria y el infierno del idioma. Hay
que ir a ellos con desconfianza, usar los menos posibles. Si yo tuviera un
taller de escritores empezaría por hacerlos escribir sin adjetivos. Luego, les
dejaría usar sólo los que ayudan a describir las cosas por sus propiedades
sensoriales: forma, olor, color, sabor, sonido. Había una mesa redonda y roja,
por ejemplo. Quedarían prohibidos para siempre los que califican positiva o
negativamente los objetos. Por ejemplo: había una mesa elegante o había una
mesa horrorosa. La mayor trampa adjetival es la que entrega un juicio en vez de
una descripción, la que empieza por las conclusiones. Por ejemplo: Era una
mujer bellísima. Este superlativo lejos de mostrar la belleza, la suple y la
oculta, ahorra la descripción de la mujer, de su pelo, de sus brazos, de sus
ojos, de todo lo que el lector tendría que ver para llegar por si mismo a la
conclusión: “Esta mujer es bellísima”. Si yo pudiera reescribir mi obra lo
haría quitando adjetivos.
La charla
termina, las palabras se despiden. Al final una sola queda, paciente, esperando
su turno, observándolo todo: Dios. “Pienso muchas cosas sobre y de Dios,
explica el doctor Aguilar Camín, pero no creo ninguna. No soy hombre de fe
religiosa”.
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