Entrevista con
Héctor Aguilar Camín, Parte 1 de 3
Los Aguilar y los Camín en los ojos del historiador
Por Abraham
Gorostieta
Adiós a los padres es la historia en la que Héctor
Aguilar Camín concluye la indagación a su propio pasado que empezó de manera
“formal” con la publicación de su novela El
resplandor de la madera, hace 14 años. El historiador sostiene que “quien
desee escribir la historia de su familia tiene que empezar por traicionarla:
sacar a la luz los esqueletos ocultos y revelar sus secretos: no importa cuán
bochornosos o descarnados sean”.
Las
relaciones entre los escritores y sus padres abarca varias generaciones,
estilos y países. El padre de Jorge Luis Borges
cuando se sintió en la enfermedad sin retorno, le pidió a su hijo que
reescribiera su novela inédita. Críticos y biógrafos del argentino creen que su
relato El congreso es la transformación de dicha novela.
Una casa para el señor Biswas, es
el extraordinario relato del escritor inglés de origen hindú V. S. Naipaul
escribió sobre la muerte de su padre. Richard Ford es el biógrafo de su
madre en el libro Mi
madre, in memoriam. Philip Roth en Patrimonio,
una historia verdadera narra la muerte de su padre. En todas las obras,
son los hijos los que narran la historia de sus padres pero también la propia,
no pueden escapar al espejo que se han puesto ante si mismos.
En
el libro de Aguilar Camín hay una idea central que flota a lo largo de sus
páginas. El historiador inglés Edward Gibbon explica que a pesar de lo
avanzadas, igualitarias y civilizadoras que eran las leyes romanas, había una
costumbre muy antigua que escapaba a toda ley y a toda razón: los padres gozan
de poder sobre el destino de los hijos, no importa que tan sabio, ilustre,
valiente o poderoso pueda llegar a ser el hijo, éste siempre se sujetara a los valores
de la obediencia filial, incluso: “Lo que el hijo adquiere por su esfuerzo
o su fortuna es o puede volverse, como el hijo mismo, propiedad del padre”,
explica Gibbon.
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A
Héctor Aguilar Camín todos en su oficina le dicen El Doctor. El escritor es una persona alta, quizá debido a que de
joven jugó baloncesto en la selección de su colegio. Su madre es de origen
cubano, los padres de su madre son de Asturias. El estudio de don Héctor es
ascético. Hay un orden en todo que pide ser visto. No tiene el caos como el
estudio dónde Monsiváis escribía o el universo de libros en desorden como el
estudio de José Emilio Pacheco. No hay fotografías, ni medallas, ni jarrones
como el estudio de Poniatowska. Hay una pequeña sala de sillones negros de
piel, mesa al centro. “El Doctor siempre esta ocupado pero lo encuentras por
las mañanas, a esas horas resuelve sus pendientes aquí… El Doctor es una
excelente persona que esta pendiente de todo”, dice su secretaria.
Héctor Aguilar Camín nace en 1946 en Chetumal, Quintana Roo,
justo en el sexenio de Miguel Alemán, cuándo la nación era muy joven y
comenzaba lo que con el tiempo los historiadores llamarían “El milagro
mexicano”.
Durante el gobierno de Alemán el anticomunismo era la bandera
de todo político que quisiera figurar, incluso el propio Vicente Lombardo
Toledano condenaba los paros laborales. Es el año en donde por decreto
presidencial se crea la temible DFS que es la oficina de espionaje y “control
político” del gobierno. En el campo, el presidente Alemán se proponía el
aumento de la producción agrícola para ampliar exportaciones y sustituir
importaciones. Pronto se reformó el artículo 27 de la Constitución, pues el Presidente
creía que el buen desarrollo del campo sólo podía generarse a través de la
inversión privada. Fue el sexenio de la fiebre aftosa que venía del sur y que
trajo consigo “el rifle sanitario” con el cual se sacrificaron a más de 600 mil
cabezas de ganado. En el sur del país, Quintana Roo era una tierra gobernada
por un cacique que en sus años mozos fue ferrocarrilero y que como gobernador, fungiendo como
presidente del Consejo de Administración de la Federación de Cooperativas, se
creó, a petición suya, una sección maderera que vendió millones de pies de
madera a la Freighber Mahogany Co.
Los beneficios de esta operación no fueron recibidos ni por la cooperativa ni
por la Federación.
De
esos tiempos, el historiador Aguilar Camín recuerda:
El
Chetumal en el que yo nací no era parte del milagro mexicano. No había drenaje
ni agua corriente. Yo me abrí una ceja corriendo por la zanja que cavaron para
poner el drenaje. Había dos tipos de agua: Agua de pozo que olía a podrido y,
Agua de lluvia que era muy delgada y dulce y que se almacenaba en unos toneles
de madera ceñidos por flejes llamados curbatos que recibían el agua de lluvia
del techo de las casas por unas canaletas de lámina. El pueblo tenía ocho
calles por lado, todas de dos sentidos, con un camelloncito en medio. Recuerdo
esas calles anchas y largas. No lo eran, lo son en mi memoria. De niño
jugábamos kimbomba: era un juego
hecho con palos de escoba. El palo chico tenía afiladas las puntas; con el palo
grande pegabas en una de esas puntas. El palo chico saltaba y lo golpeabas en
el aire. Ganaba el que hacía llegar más lejos el palo chico. Juego de pobres.
Entre
otras cosas, al presidente Alemán mantenía el control político del aparato del
Estado y quitaba y ponía gobernadores a su antojo, como lo hizo con el de
Jalisco, Marcelino García Barragán, o el de Tamaulipas, Hugo Pedro González a
quien le aplicaron el artículo 76 de la Constitución y así surgió la
Desaparición de Poderes. También cayeron Juan M. Esponda, gobernador de Chiapas
que vendía presidencias municipales; Edmundo Sánchez Cano, gobernador de
Oaxaca. Blas Corral gobernador de Durango que se enfermó de muerte y presidencia
pronto envió a alguien de su confianza. Ignacio Cepeda Dávila, gobernador de
Coahuila se suicidó y su sustituto llegó del centro del país, también.
Pero
otra historia era la de Margarito Ramírez Miranda, gobernador de Quintana Roo
desde 1944 hasta 1958. Antes de esto había sido gobernador de Jalisco y antes 5
veces diputado y una vez senador. Héctor Aguilar Camín con la vista fija sobre la
mesa de centro, recuerda sobre su pasado:
Yo
nací durante el gobierno de Margarito Ramírez, un político jalisciense que gobernó
14 años Quintana Roo. Hubo una vez que no se apareció en Chetumal durante un
año. Entonces, gobernaban sus segundos, en particular un hombre llamado
Amezcua, personaje arbitrario y fornicario. Iba a matar a un tío mío, Abel
Villanueva, que había conquistado el amor de una mujer que pretendía el propio
Amezcua. Otro colaborador de Margarito, era Inocencio Ramírez Padilla, mató por
la espalda a un rival político, Pedro Pérez. Es un crimen mitológico en
Chetumal que mi madre contó mil veces. Yo lo cuento, imitando la narración de
mi madre. Mi relato se llama “La noche que mataron a Pedro Pérez”. Esta en mi
libro Pasado pendiente y otras historias
conversadas.
Chetumal es una tierra
tropical donde el calor parece que asfixia, dónde la belleza del trópico y la
humedad de sus tierras pegadas al mar han creado una flora y fauna muy
peculiares. También lo son sus lugareños, en su mayoría gente de campo con la
piel quemada por el sol. “Un pueblo de vaqueros sin caballos” diría la madre de
don Héctor, quién mira hacia sus adentros y explica: “Chetumal estaba en un
mundo aparte por su propio derecho. Para llegar o salir en avión había que
volar a Mérida, a Villahermosa, a Veracruz y a la Ciudad de México. El vuelo a
la capital duraba todo el día. Por barco podían hacerse dos semanas a Veracruz.
Por tierra no era posible ir o salir. Había una brecha a Mérida, impracticable
en tiempos de lluvia, no había camino a Campeche o Villahermosa. Estaba la
tienda de los Marrufo donde con el avión del mediodía llegaba el periódico
Excélsior que aún olía a tinta. Llegaban también las tiras cómicas de El
Fantasma”. Nuevamente, el Doctor fija su mirada al centro de la mesa y explica:
Tengo
dos Chetumales en la cabeza, el que yo recuerdo y el que recuerdo de las
historias que contaban mi madre y mi tía, Emma y Luisa Camín. El segundo es
mejor que el primero. El Chetumal que recuerdo de las palabras de Emma y Luisa
Camín es como una novela. Tienen personajes que dominan la escena, en
particular los padres y los gobernantes, y luego muchas historias que son ramas
del mismo árbol. El Chetumal que recuerdo por mi mismo esta nublado por un
resplandor. Tiene un eco feliz pero recuerdo poco. La felicidad tiene mala
memoria. Recuerdo mal mi infancia. Aparte del resplandor que lo baña todo, hay
un patio con langostas vivas, una fiesta, una palmera al fondo de la casa.
Esta mi abuelo Camín que me daba al amanecer café
con yemas. Mi padre llevando una serenata en la madrugada. Recuerdo sueños de
travesías agónicas que hacen chirriar los dientes. Otros en los que avanzo a
zancadas por los aires como el gato con botas. Recuerdo los berridos de un
puerco que iban a destazar en el patio de mi casa. Recuerdo una mata de guaya
en la casa vecina. Recuerdo el olor a talco inglés que había en la cercanía de
mi madre y de mi abuela paterna. Pero la memoria más acabada de mi infancia es
la de una desgracia: la noche de septiembre de 1955 en que el ciclón Janet
destruye Chetumal. Lo demás son retazos.
En 1955 Chetumal
era una población aislada en México sin las mínimas vías de comunicación. Existía
una pequeña estación de radio, la XEQZ de Roque Salvatierra que la fundó en
1948. Ahí se anunciaba la peligrosidad del ciclón que se acercaba. El
gobernador Margarito Ramírez avisaba a la población del peligro en carros con altoparlantes
y advertía que la zona baja de Chetumal era muy peligrosa y que la gente debía
salir de ahí ante la presencia del huracán.
El
gobierno de Ramírez se limitó a enviar avisos a los habitantes de Mahaual y
Xkalac, en dónde explicaba la fuerza del huracán que en el Caribe, ya había
provocado 200 muertos. Días antes, el 19 de septiembre el huracán “Hilda” había
golpeado el sur de Quintana Roo, que había pasado básicamente por el área de
Felipe Carrillo Puerto provocando estragos muy ligeros en Chetumal. Así que los
habitantes desestimaron la peligrosidad del Huracán “Janet” e incluso lo vieron
más como un evento social.
El
huracán llegó el 27 de septiembre en la noche, las aguas de la bahía de
Chetumal se fueron alejando gradualmente de la costa –un fenómeno conocido como
bajamar–, y en algún momento volvieron a toda velocidad durante el pleamar, es
decir justo cuando el mar alcanzó su mayor altura, formando una enorme ola, los
pobladores aseguran que fue de 10 metros de altura. La fuerza del huracán era
de vientos que empujaban todo a su paso a 265 kilómetros por hora. El resultado
oficial: 87 muertos, 49 de los cuales fueron niños, más decenas de desaparecidos.
Nuevamente
la mirada del historiador esta perdida en los recuerdos, viendo hacia el
tiempo:
Nosotros
vivíamos en la parte baja del pueblo. El ciclón tuvo dos fases, en la segunda,
luego de una calma chica que era el ojo del huracán, los vientos metieron el
agua de la bahía. Para ese momento estábamos refugiados en la cocina de la
casa, que era el único cuarto de cemento. El resto de la casa, toda de madera,
había sido destruida por los airones de la primera fase. En la cocina estábamos
los cuatro hermanos: Emma la mayor, de diez años, yo de nueve, Juan José de
siete y Pilar de cinco. Nos cuidaban mi madre y mi tía, la nana y la cocinera.
Mi abuelo Camín y mi tío Raúl habían cruzado durante la calma chica de sus
casas vecinas a ver como estábamos. La cola del ciclón les impidió volver. El
agua del mar empezó a entrar por la rendija debajo de la puerta, como si
alguien la regara desde afuera. Y fue subiendo. Nos subieron a los niños a la
mesa y la estufa. Cuando el agua les llegó a la cintura a los adultos, ellos
subieron también a la mesa y a la estufa, con nosotros en brazos. El agua
siguió subiendo, les llegó a los adultos al pecho y a nosotros, en sus brazos,
a la cintura. Entonces la marea alta se detuvo y empezó a bajar, tal como vino,
poco a poco. Al día siguiente el pueblo no era sino astillas y lodo. El ciclón
Janet arrasó Chetumal la noche del 27 de septiembre de 1955.
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La voz del
novelista es grave, no se permite suavizarla, solo en algunos momentos cuando habla
sobre su madre, doña Emma y su tía doña Luisa. Al igual que la infancia de
Mario Vargas Llosa, la infancia de Héctor Aguilar Camín estuvo marcada por
universo femenino, así lo reconoce el propio Doctor: “Toda infancia es un mundo
aparte, paradisiaco a su manera, el Chetumal que me marca es el que esta en los
cuentos de mi madre y de mi tía. Creo que es el origen de mi vocación literaria”.
Junta sus manos, mira a su interlocutor y suaviza la voz:
Recuerdo
a mi madre y a mí tía en el centro de un sistema planetario de mujeres. Tienen
el don de acercar a operarias, nanas y cocineras a su intimidad, lo mismo que a
sus clientas y comadres. No les para la boca, ni a ellas ni a sus amigas. Con
Guadalupe Rosas, mi primera suegra, podían conversar del desayuno a la merienda
en un solo tranco. Lo mismo con Mercedes Alavés, la viuda de Pedro Pérez y con
Amparo Valencia, mi madrina de Xkalac que decía: “No hay mal que no alivie una
buena conversación”. Mi madre además era cantora. Cantaba a todas horas. Mi tía
tenía lengua de gitana, se cuidaba de no maldecir porque sus maldiciones se
cumplían. Una noche oyó en el silencio de los grillos de Chetumal dos disparos.
Dijo: “Mataron a Pedro Pérez” y lo habían matado.
Después del
huracán Janet la familia Aguilar Camín se muda a la ciudad de México. El padre
de Héctor es acusado en Chetumal de un fraude, su abuelo paterno es el
responsable y culpa a su propio hijo y lo despoja de sus bienes. El éxodo es
doloroso para todos los miembros de la familia Aguilar Camín.
En
1955 murió la pintora Frida Kahlo. Andrés Iduarte, director de Bellas Artes dispuso
que se le velara con honores en el vestíbulo del Palacio. Allí se congregó la
plana mayor del comunismo mexicano. Diego Rivera no estaba seguro de que Frida
estuviera muerta. “Me horroriza la idea de que todavía tenga actividad capilar,
los bellos de la piel se le levantan”, decía, “me aterra la idea de cremarla
así”. “Pero si es muy sencillo” respondió Rosa Castro, “que el doctor le abra
las venas. Si no fluye sangre, esta muerta”. Allí mismo le cortaron la yugular
al cadáver y salieron unas gotas. Esta es la ciudad de México en la que la
familia Aguilar Camín llega. Madre y tía con la esperanza en sus corazones. El
padre, derrotado por su propio padre.
Pronto
los niños del matrimonio ingresan en la escuela. La madre y su hermana abren
una tienda de vestidos que ellas mismas fabrican y que han logrado con mucho
sacrificio y dedicación. El negocio prosperaba pero pronto les es literalmente
hurtada la felicidad. Las máquinas de coser y todo lo que había en la tienda
les fue robado. El niño Héctor resiente
todos los cambios y pronto los manifiesta a través de un tic que hace que mueva
su cabeza “como una maraca”, se gana en la escuela el apodo de El Loco:
Estaba
medio loco. Tenía un tic que me hacia sacudir la cabeza como una maraca. Mi
experiencia de la salida de Chetumal fue la de un derrumbe. Por un lado, el
ciclón Janet destruyó el pueblo. Por el otro lado, mi padre naufragó en sus
negocios madereros. La familia perdió todo: lo que tenía y lo que esperaba. Nos
mudamos a la ciudad de México. Era el año de 1955. La capital era fría y
anónima. En el pueblo éramos algo. En la ciudad nada. La quiebra de los
negocios familiares quebró también la unidad de la familia. Mi padre peleó con
su padre, mi madre y mi tía con el suyo. Crecimos sin abuelos, sin tíos, sin
primos. No teníamos familia en la ciudad. Mi padre se va de la casa en 1959,
cuando yo tengo 13 años. Reaparece en 1995, cuando yo tengo 49. Mi madre y mi
tía ponen una casa de huéspedes y cosen sin parar. Su utopía de bolsillo es que
los hijos estudien. Su lujo es conversar. Creo que mi hermano Luis Miguel y yo
nos hicimos escritores colgados de ese lujo: la conversación de Emma y Luisa
Camín. Eran un surtidor de historias de Chetumal y Cuba.
Su madre y su
tía se reponen del atraco. No tenían otra opción. Deciden crear una casa de
huéspedes que pronto la montan en la colonia Condesa, en las calles de Avenida
México casi esquina con Sonora. Ahí el universo del niño Héctor cambia: “Era
una casa de huéspedes y todos ellos más grandes que yo. A ellos debo mi
iniciación sexual y libriesca. Paso todo tipo de personas en esa casa.
Estudiantes del Poli, de la Universidad o de la Ibero. Sus historias paralelas
y las de mis amigos del Patria formarían una novela. Uno de ellos hizo una
carrera de don Juan, fronteriza con el crimen. Otro fue guerrillero. Otro hizo
una exitosa carrera en la política. Otros dos en las letras, la diplomacia y la
academia. Pasaron por esa casa dos hermanos sinaloenses, uno de los cuales
terminó en el Ejército y otro en el narcotráfico. Supongo que esa casa es mi
novela pendiente. Tiene ya la distancia temporal y el vaho mítico necesario en
mi cabeza. Pero la verdad, no sé como contarla”.
La
educación del niño y del adolescente Héctor es el Instituto Patria y después en
la Universidad Iberoamericana, es decir, fue formado por jesuitas. El Doctor
reconoce que la influencia fue demasiada, para bien. Sentado sobre su sillón
utilizando uno de los brazos del pequeño sofá como respaldo y por el otro deja
colgar sus pies, el escritor continúa su relato:
Estudié
con los jesuitas de los 9 a los 21 años. Primero en El Patria, que lo amé y
después en la Ibero, que la odié. El Patria fue para mí el lugar de los
maestrillos aficionados al deporte. Yo jugué básquetbol en la selección de la
escuela todo el bachillerato. Aquellos maestrillos jesuitas y los
sacerdotes cercanos al deporte eran todo
menos confesionales. Jugaban y bebían con nosotros, castigaban con una sonrisa
escondida nuestras fugas a lo prohibido. En una ocasión, de gira estudiantil
por Tampico, nos escurrimos una noche al congal canónico del puerto, que se
llamaba Pepe’s. Los jesuitas nos descubrieron y nos castigaron el resto del
viaje. Nos castigaron por la ida al congal pero sobretodo porque al día
siguiente de nuestra escapada, jugamos tan mal en Tampico, que nos dieron una
paliza.
El instituto
Patria cerró sus puertas. La mayoría de los jesuitas que educaban ahí sintieron
el llamado “revolucionario” y se volcaron al pueblo. El doctor afirma: “se
radicalizaron y se subieron a la revolución, a la pastoral de los pobres.
Algunos a la lucha armada. Yo supongo que fue también en el Patria donde bebí
mis primeras lecciones de indignación y solidaridad social: el origen de mi
viaje a la izquierda”, hace una breve pausa y concluye: “De un maestro jesuita
escuché este dicho: ‘Educación es lo que queda después de que se te ha olvidado
todo’. Lo que queda en mí del Patria es sinónimo de camaradería y libertad”.
Héctor Aguilar Camín estudia
Ciencias de la Comunicación en la Ibero, en ese entonces una universidad muy
conservadora. El doctor explica: “Según yo estaba dominada por los jesuitas
conservadores, muy preocupados de las relaciones amorosas de los alumnos. Muy intervencionistas.
Había en la Ibero de mis tiempos, a principios de los sesentas, un toque de
escuela confesional que a mí me fastidiaba. Se rezaba el Angellus todas las
tardes a las cinco”.
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En 1995 se
reencuentra con su padre, don Héctor Aguilar: “Cuando lo encontré, luego de
treinta años de no verlo, no lo reconocí”, confiesa el escritor, en ocasiones,
casi imperceptibles su voz se apaga. Durante cinco años el escritor conversa
con su padre, tenía una necesidad de entender su pasado y comprender el
abandono del padre. Las charlas dieron material suficiente y en 2000 nace la
novela El resplandor de la madera que es la historia familiar vista desde el
lado del padre. Es la historia del despojo, de la traición, de la eterna
obediencia filial que Gibbon explica en ensayos.
El doctor dibuja una estampa sobre
su padre y los últimos 15 años con él:
Estaba
solo como un hongo en el mundo. Lo acompañé sus últimos años. Murió rodeado y
querido por la familia de la mujer que lo cuidaba, Rita Tenorio, el ángel de la
guarda de su vejez. Ya muerto, en unos papeles que dejó con Rita, me dio la
última sorpresa: el texto de una lápida que había firmado años atrás para su
segunda mujer, una adivina muy conocida en la ciudad de México de los años
sesenta del siglo pasado, Nelly Mulley. El texto que puso en la lápida hizo
girar ciento ochenta grados mi versión de su vida.
El historiador
se ha acomodado nuevamente en su sillón. Se levanta, se prepara y se sirve un
café y sentencia: “Mi padre fue siempre un misterio para mí. En el fondo, quizá
todos los padres lo son: son nuestros dioses familiares, nunca alcanzamos a
verlos en su sencilla condición humana”.
No
somos la historia que vivimos, somos la historia que recordamos. Escritores de todos los tiempos han tratado de
escudriñar en su propio pasado para entenderse en su presente. Gorki escribió La Madre; Franz Kafka relató la difícil
relación con su padre en el libro, Carta
a mi padre. Una muerte muy
dulce de Beauvoir es una hermosa narración de amor hacia los progenitores. El libro de mi madre de René Avilés
destaca por su honestidad para ver a los padres y dimensionarlos en la medida
que le es posible al escritor que a la vez es hijo también. Héctor Aguilar
Camín, en Adiós a los padres, se
explica su pasado, trata de entender los motivos de Don Lupe, su abuelo
paterno, los de su padre, Héctor, los de su madre y su tía, Emma y Luisa, los
de su abuelo materno, don Camín.
Juan
José Millas tiene una muy buena novela que se llama Dos mujeres en Praga. Arranca de esta manera: Aparece un aviso de
ocasión en un periódico que dice: Usted pone la vida, nosotros hacemos su
novela. Lo que nos propone Juan José es que todos merecemos una novela sobre
nuestras vidas y como no las podemos tener entonces encontramos espejos de
nuestras vidas en diferentes novelas y a veces nos hacen sentir y ver en que
capitulo vamos de nuestras propias vidas. Cuáles son los obstáculos que estamos
temiendo para verdaderamente encontrarnos en la complejidad de los que somos
con los conflictos que tenemos pero también con una idea de que la vida es más
interesante y asombrosa de lo que imaginamos. El Doctor esta por terminarse su
café:
Una
de las grandes novelas cortas de Tolstoi, La
sonata a Kreutzer, es una historia conversada, es decir, una historia que
alguien cuenta durante una conversación con otro. Yo lo que hice fue usar ese
mecanismo de las historias conversadas para dar salida a cosas que me habían
sucedido, como si dijéramos, a medias, y que requerían, por decir así, una
terminación. Si estuviéramos hablando de albañilería, diríamos que esas
historias les faltaba el acabado, estaban en obra negra. Las nociones de
albañilería, obra negra y acabado le quedan bien al proceso de escribir ficción.
Escribir ficción es como construir una casa invisible, una casa de palabras
construida con las propias manos. Flaubert era un albañil talentoso que se
martirizaba con la imperfección de sus acabados.
Concluye.
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